Editorial
Guatemala bajo la sombra de la inseguridad y la desconfianza – Editorial
Por otro lado, persiste una crisis penitenciaria que pone en evidencia la debilidad estructural del Estado y plantea serias preguntas sobre la eficacia del gobierno de Arévalo…
Tras casi dos años de gestión por parte del gobierno de Bernardo Arévalo, los indicadores de violencia y criminalidad reflejan un deterioro alarmante de la seguridad pública. A pesar de discursos que exaltan la transparencia y la democracia, el país enfrenta un repunte de homicidios, extorsiones y delitos violentos que ponen en entredicho la efectividad del proyecto político de Semilla.
Los datos son contundentes, en los primeros meses de 2025, Guatemala registró un aumento del 25 % en homicidios respecto al mismo período del año anterior, acumulando 271 muertes más, solamente entre enero y mayo. Este repunte rompe con la ligera reducción de 2024 y evidencia que la violencia letal no ha sido controlada. El departamento de Guatemala concentra más del 51 % de los asesinatos, lo que demuestra la falta de equidad territorial en la gestión de seguridad y la incapacidad del Estado para extender su protección más allá del eje metropolitano.
Las extorsiones, consideradas como el principal flagelo del comercio y la vida urbana, también se dispararon. En 2024 se reportaron más de 25,000 denuncias, y en los primeros cuatro meses de 2025 ya se registraron más de 9,000 nuevos casos, según la Policía Nacional Civil. Esto equivale a un incremento interanual superior al 20 %, con un impacto devastador en emprendedores, transportistas y pequeños negocios. Las redes criminales continúan operando incluso desde las cárceles, ante la pasividad de las autoridades penitenciarias y la falta de coordinación entre el Ministerio de Gobernación y el sistema judicial.
Por otro lado, persiste una crisis penitenciaria que pone en evidencia la debilidad estructural del Estado y plantea serias preguntas sobre la eficacia del gobierno de Arévalo. Al cierre del primer semestre de 2025, los recintos penales albergan a 23,382 privados de libertad cuando sólo tienen capacidad para 6,842 personas, lo que arroja un hacinamiento del 342%, una de las tasas más altas de América Latina. En casi un 30 % de los casos se mantiene la prisión preventiva, lo que no sólo prolonga los procesos judiciales sino que alimenta el colapso carcelario. Aunque el gobierno ha implementado operativos permanentes, como requisas (más de 140 en 2025) para decomisar armas, teléfonos, drogas y objetos prohibidos, estos esfuerzos parecen paliativos frente a la escala del problema. Más preocupante aún es que, pese a proclamaciones de “control total”, las cárceles siguen funcionando como “ecosistemas criminales” con privilegios flagrantes que permiten que internos tengan lujos, como aire acondicionado, fibra óptica, electrodomésticos, celulares, e incluso estructuras residenciales construidas dentro del penal, lo que revela no sólo corrupción institucional sino complicidad de autoridades cuya transparencia y capacidad parecen insuficientes frente al desafío.
De esta cuenta, la reciente fuga de 20 reos pertenecientes al Barrio 18 y MS-13 del penal Fraijanes II confirma la magnitud del colapso del sistema penitenciario en Guatemala y la incapacidad del gobierno de Bernardo Arévalo para contener una crisis que ya es estructural. Según el Sistema Penitenciario, entre los profugos se encuentran cabecillas acusados de asesinato, extorsión y asociación ilícita. Que la fuga de delincuentes de alto riesgo haya podido evadir controles biométricos y de seguridad revela no solo fallas administrativas, sino corrupción en las cárceles. Exponiendo la fragilidad institucional y la falta de control estatal sobre los centros de detención, convertidos en enclaves del crimen organizado.
A este panorama se suma la desigualdad territorial de la seguridad. Cinco departamentos (Guatemala, Escuintla, Suchitepéquez, San Marcos y Sacatepéquez), concentran casi el 68 % de las extorsiones del país. Esto refleja una gestión policial desigual y la ausencia de estrategias de seguridad.
El deterioro de la seguridad no solo afecta la convivencia ciudadana, sino también la economía local y la inversión privada. Los altos niveles de extorsión, los asaltos y el control territorial de grupos criminales actúan como desincentivos directos para la inversión.
Pequeños empresarios cierran negocios por miedo o por el costo de las “cuotas” impuestas por pandillas, mientras inversionistas nacionales y extranjeros postergan proyectos ante la falta de garantías. En la práctica, el riesgo percibido en zonas urbanas como Villa Nueva, Mixco y Escuintla convierte la inseguridad en una barrera económica definitiva.
Aunque el presidente Arévalo presentó en 2024 la nueva Política Nacional de Seguridad, sus efectos aún no se sienten. Las medidas han sido parciales y reactivas, enfocadas en operativos mediáticos más que en una estrategia preventiva o en la depuración institucional de la Policía Nacional Civil. La brecha entre el discurso de “gobernanza ética” y la realidad de la inseguridad cotidiana erosiona la credibilidad de un gobierno que prometió cambio, pero que todavía no logra resultados visibles ni sostenibles.
La inseguridad que vive Guatemala hoy no es solo una crisis de orden público, sino el reflejo de una débil capacidad estatal y de la ausencia de resultados concretos en la gestión de gobierno. La administración de Bernardo Arévalo ha priorizado el discurso sobre la acción, presentando políticas sin traducción efectiva en reducción de delitos o fortalecimiento institucional. El aumento de homicidios, la expansión de las extorsiones y la desigual distribución de recursos de seguridad no solo comprometen la vida cotidiana, sino que erosionan la confianza ciudadana y desincentivan la inversión. Cada punto porcentual de criminalidad en aumento implica pérdida de capital humano, cierre de negocios y estancamiento económico. Si el gobierno no asume la seguridad como un eje estructural de desarrollo y no como un tema de coyuntura, Guatemala corre el riesgo de prolongar un ciclo de violencia e incertidumbre que obstaculice su futuro democrático y económico.




