Un Estado sin rumbo: entre la incoherencia, la falta de capacidad y la inmadurez política – Editorial

El gobierno de Bernardo Arévalo atraviesa una profunda crisis de coherencia y legitimidad política. Desde su llegada al poder, el presidente ha intentado sostener una narrativa de victimización frente a un supuesto “golpe de Estado”, utilizando esa retórica como escudo frente a la incapacidad de gobernar y a los graves problemas que enfrenta Guatemala. En lugar de fortalecer las instituciones republicanas y el Estado de Derecho, Arévalo ha preferido manipular el discurso constitucional según su conveniencia, debilitando la credibilidad de su propio mandato.

La ironía es evidente, entre unl oficialismo recurre constantemente a la defensa de la Corte de Constitucionalidad y del marco institucional cuando percibe amenazas a su poder, pero los deslegitima con igual fuerza cuando las resoluciones no responden a sus intereses. Este doble estándar refleja un desprecio por la esencia misma del republicanismo y una peligrosa tendencia a instrumentalizar las instituciones. Un gobierno que selecciona qué leyes y fallos respetar no puede proclamarse defensor de la democracia, sino artífice de su erosión.

A la par de esa incoherencia institucional, el país enfrenta una seria crisis de gobernabilidad. La falta de dirección política en los ministerios, los cambios improvisados en el Gabinete y la ausencia de políticas públicas sostenibles han dejado a Guatemala sin rumbo. Los ciudadanos se sienten abandonados ante una ola creciente de violencia, una infraestructura deteriorada y un Estado incapaz de garantizar seguridad, empleo o desarrollo local. La administración Arévalo, que prometió renovación, se ha convertido en sinónimo de parálisis.

La crisis de liderazgo también se ha trasladado al Congreso de la República. La elección de la Junta Directiva ha puesto en evidencia la debilidad del oficialismo y la incapacidad del presidente para construir consensos. Lo que debería ser un ejercicio de negociación democrática se ha transformado en un campo de disputa sectaria, donde el oficialismo pierde aliados y credibilidad con cada votación. Arévalo, en lugar de actuar como un líder republicano, se ha reducido a un actor más del juego faccioso que prometió superar.

El deterioro de la gobernabilidad no solo es político, sino moral. El discurso presidencial, antes esperanzador, se ha vuelto evasivo y autorreferencial. En lugar de rendir cuentas o asumir errores, el mandatario insiste en señalar enemigos externos y conspiraciones. Esa estrategia puede ser útil para mantener una base ideológica, pero es destructiva para el Estado y para la confianza ciudadana. La democracia no se defiende con retórica, sino con resultados concretos y respeto a las reglas del juego institucional.

Guatemala vive hoy una peligrosa contradicción entre un gobierno que habla de institucionalidad mientras erosiona sus fundamentos; que apela a la Constitución mientras la desobedece; y que invoca la democracia mientras fomenta la división. Arévalo no ha logrado ser el estadista que el país necesitaba, sino el protagonista de un relato de frustración y desencanto. El tiempo y las oportunidades se agotan, y con ellos, la paciencia de una ciudadanía que exige hechos, no excusas.

El republicanismo auténtico exige equilibrio, respeto a las leyes y humildad frente al poder. Arévalo, que prometió transformar el país bajo esos principios, los ha traicionado con incoherencia y oportunismo. Guatemala necesita recuperar la sensatez institucional y el espíritu republicano que sostienen a toda democracia madura. De lo contrario, seguiremos atrapados en un ciclo de populismo moral y debilidad política que amenaza con hundir aún más al Estado en la mediocridad y el desencanto.