Editorial
¿Una nueva narrativa? – Editorial
La narrativa dominante no está unificando al país; al contrario, está profundizando las divisiones.

Guatemala es un país con una historia política marcada por altibajos. Las decisiones públicas, lejos de ser siempre el resultado de consensos técnicos o institucionales, muchas veces han sido guiadas por narrativas emocionales o convenientes para el poder de turno. A lo largo del tiempo, los vacíos en educación cívica y la debilidad de la formación política han condicionado gravemente la calidad de la participación ciudadana. En vez de formar una ciudadanía crítica y consciente, se ha sembrado confusión, dependencia y desinformación.
En el presente, asistimos a un fenómeno que merece atención: la construcción de una narrativa oficial desde el Ejecutivo que intenta no solo controlar el discurso público, sino reconfigurar la percepción de la realidad política del país. Más allá de las decisiones visibles, hay una operación simbólica que busca imponer qué se puede decir, cómo se debe pensar y a quién se le permite opinar. Este fenómeno, aunque disfrazado de modernidad o “transformación”, puede y debe ser analizado como una forma de violencia política, una que sofoca la pluralidad y erosiona las bases del liderazgo ciudadano.
La narrativa dominante no está unificando al país; al contrario, está profundizando las divisiones. Desde el gobierno, se impulsa un discurso que enfrenta a guatemaltecos contra guatemaltecos, alimentando resentimientos, desconfiando de toda crítica y etiquetando de “enemigos” a quienes no se someten al relato oficial. Esta segmentación deliberada no solo debilita el tejido social, sino que también desarticula a quienes, desde sus comunidades o profesiones, ejercen liderazgo con independencia y compromiso democrático.
Frente a este panorama, los ciudadanos enfrentamos un dilema. No se trata simplemente de diferencias ideológicas o de simpatías partidarias: se trata de un quiebre en la forma en que se ejerce el poder y se concibe la ciudadanía. Si permitimos que la narrativa oficial limite nuestro pensamiento, si aceptamos la fragmentación como algo natural, estaremos renunciando a nuestra capacidad de construir juntos un país más justo, más libre y más institucional.
La urgencia no es cambiar de discurso desde el poder, sino recuperar el Estado de derecho como fundamento de toda vida democrática. Un país que permite que el gobierno monopolice el relato público está renunciando a su libertad. No hay democracia sin debate, sin voces múltiples, sin crítica legítima. La imposición de una sola narrativa, por más bien presentada que esté, es el primer paso hacia el autoritarismo. Y lo estamos viendo con claridad: se cierran espacios, se desacredita a la prensa, se castiga la oposición y se premia la obediencia ciega.
Los guatemaltecos conservadores, defensores del orden constitucional, de la ley y de la libertad individual, no podemos guardar silencio. Hoy, más que nunca, debemos levantar la voz ante estos peligros. No para defender a un grupo político, sino para proteger los valores que sostienen a una república. La institucionalidad no puede subordinarse a una moda ideológica ni a intereses de corto plazo. Es deber de todo ciudadano responsable resistir cualquier intento de manipular el pensamiento colectivo con fines de control.
Por eso, el verdadero cambio que Guatemala necesita no es narrativo, sino ético y legal. Necesitamos volver a las bases: respeto por la Constitución, fortalecimiento de las instituciones, y ciudadanía activa. Solo así podremos evitar que el poder se convierta en dogma y que el silencio se vuelva norma. El país no saldrá adelante con discursos vacíos, sino con convicciones firmes y con ciudadanos que no se dejen intimidar por quienes quieren convertir la democracia en monólogo.