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Opinión

El peso de la opinión en la era de la opinionitis – Por: Camilo Bello Wilches

Es indudable que la libertad de expresión es un derecho fundamental de cualquier sociedad democrática.

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El peso de la opinión en la era de la opinionitis - Por Camilo Bello Wilches

En la actualidad, opinar es casi un deporte mundial. Todos nos sentimos con el derecho de expresar lo que pensamos sobre cualquier asunto, ya sea en redes sociales, tertulias o debates públicos. Sin embargo, la facilidad con la que emitimos opiniones no siempre va acompañada de un conocimiento sólido sobre los temas que abordamos. Nos encontramos en la era de la “opinionitis”, una tendencia que privilegia la expresión personal por encima del rigor informativo, y que muchas veces se ampara en la idea de que todos tenemos derecho a opinar, sin importar la calidad del argumento.

Es indudable que la libertad de expresión es un derecho fundamental de cualquier sociedad democrática. No obstante, esta libertad no exime de la responsabilidad de informarse y opinar con criterio. La opinión sin sustento se vuelve ruido y, en muchos casos, distorsiona la percepción de los hechos. La proliferación de afirmaciones que se presentan como verdades solo por ser “opinión” conduce a la trivialización de los debates, donde lo que importa no es la verdad, sino quién habla más alto o consigue más atención.

El filósofo Jürgen Habermas destacó la importancia del diálogo racional en la esfera pública, donde las ideas deben ser intercambiadas con el propósito de alcanzar consensos basados en argumentaciones fundamentadas. Cuando la opinión pública se basa en falacias o creencias sin sustento, se pierde la oportunidad de un debate significativo. Hoy en día, el problema no es que falten espacios para la expresión, sino que hay demasiada retórica vacía y poca disposición a buscar la verdad.

Para enriquecer el diálogo social, debemos ser capaces de distinguir entre una creencia, una opinión y un argumento. Una creencia es aquello que aceptamos como verdadero sin necesidad de pruebas; una opinión, por su parte, es un juicio personal que no siempre está respaldado por evidencias, mientras que un argumento implica razonamiento estructurado y evidencia verificable. Esta diferencia es crucial, especialmente cuando abordamos temas complejos como la política, la historia o la ciencia.

Un ejemplo reciente ilustra esta problemática. En México, tanto el expresidente López Obrador como la actual presidenta, Claudia Sheinbaum, han exigido a la corona española una disculpa por los actos cometidos durante la conquista. Las declaraciones, que apelan a una revisión histórica y al resarcimiento de agravios del pasado, podrían parecer razonables a primera vista. Sin embargo, también pueden interpretarse como un uso demagógico de la historia para fines políticos, más orientado a reforzar un sentimiento nacionalista que a buscar una comprensión genuina del pasado. En lugar de promover un análisis crítico e imparcial de los hechos históricos, se recurre a un discurso simplista que aviva las pasiones y encubre la complejidad de los procesos históricos.

El problema de estas estrategias es que, al basarse en argumentos emocionales y no en un análisis riguroso, corren el riesgo de perpetuar narrativas sesgadas. La historia no es una herramienta política que deba moldearse al antojo de los gobernantes; más bien, es una disciplina que exige un examen cuidadoso y la disposición a reconocer tanto las glorias como los errores del pasado. La instrumentalización de la historia para fines políticos o ideológicos solo contribuye a polarizar a la sociedad y a distorsionar la verdad.

Para evitar caer en la trampa de la “opiniones infundadas, es esencial que los ciudadanos se formen y se informen adecuadamente. La educación no solo debe promover la adquisición de conocimientos, sino también la capacidad de razonar, cuestionar y argumentar. Si aceptamos sin más que algo es verdadero solo porque coincide con nuestras creencias o porque alguien en una posición de poder lo dice, caemos en la trampa de las falacias. La sociedad debe aspirar a que sus debates sean guiados por la búsqueda de la verdad y no por la simple validación de opiniones.

El derecho a opinar es innegable, pero también es un deber hacerlo con responsabilidad. Esto significa tomarse el tiempo de conocer los hechos y estar dispuesto a cambiar de opinión si la evidencia lo exige. Una ciudadanía que valore la verdad por encima de la retórica contribuye a construir una democracia más robusta, donde el diálogo y el intercambio de ideas se realicen en un marco de respeto y rigor intelectual. En definitiva, la libertad de expresión no es un cheque en blanco para decir lo que sea sin consecuencias. Requiere de un compromiso con la verdad y de la disposición a ser refutado. La tarea es grande, pero fundamental: si queremos una sociedad que avance y que sea capaz de resolver sus problemas de manera efectiva, debemos dejar atrás la superficialidad de la “opinionitis” y fomentar una cultura del conocimiento, donde la palabra tenga peso no solo por ser nuestra, sino porque está bien argumentada y basada en hechos.

(Colombia/España) Licenciado en Filosofía por la Universidad de Barcelona con especialización en Filosofía Política, posee una certificación universitaria en Coaching Educativo por la Universidad Antonio de Nebrija de Madrid. Tiene una maestría en Diseño Editorial y Publicaciones Digitales por la Universidad Internacional de Valencia y actualmente cursa una maestría en Estudios Hispánicos por la Universidad Francisco Marroquín. Es miembro y director de Publicaciones en el Instituto Fe y Libertad, Coordinador y catedrático del área de humanidades en la Facultad de Ciencias Económicas de la UFM.