Opinión
El uso de la tecnología en el aula y sus paradojas educativas – Por: Camilo Bello Wilches
Desde un enfoque liberal y conservador, como el que propongo, no se trata de rechazar la innovación sino de cuestionar el ritmo y el método con que ésta se impone.

Los datos más recientes del Informe PISA han puesto sobre la mesa una realidad paradójica que invita a la reflexión profunda: los alumnos que emplean con moderación la tecnología en el aula obtienen mejores resultados académicos que aquellos que la utilizan de forma cotidiana y extensa. En concreto, las tres comunidades autónomas que más han integrado la tecnología en sus clases han experimentado un descenso significativo en su desempeño durante la última década. Este fenómeno no es exclusivo de España; en múltiples contextos globales, incluido el guatemalteco, surge la pregunta de cómo la omnipresencia digital en la educación influye realmente en el aprendizaje.
Antes de caer en la tentación de demonizar o glorificar la tecnología como herramienta educativa, es crucial recordar la advertencia de Marshall McLuhan, teórico canadiense de la comunicación: «El medio es el mensaje». La forma en que interactuamos con las tecnologías no es neutral; transforma la experiencia educativa, para bien o para mal. McLuhan nos recuerda que no basta con introducir aparatos electrónicos en las aulas; la pedagogía, la cultura escolar y el contexto socioeconómico deben acompasar ese avance.
Desde un enfoque liberal y conservador, como el que propongo, no se trata de rechazar la innovación sino de cuestionar el ritmo y el método con que ésta se impone. Al filosofar sobre la educación, Platón ya destacaba la importancia de la disciplina, la reflexión y el esfuerzo personal para el cultivo del alma. En un mundo donde la inmediatez digital impera, la tentación de sustituir el estudio profundo por una navegación superficial y fragmentada resulta peligrosa. El filósofo alemán Jürgen Habermas subrayaba que el pensamiento crítico requiere un espacio de diálogo y concentración que las plataformas digitales, saturadas de estímulos, dificultan sostener.
En Guatemala, las aulas enfrentan desafíos estructurales: desigualdad de acceso, calidad docente y carencias en recursos básicos. Incorporar tecnología sin resolver estas deficiencias puede generar un efecto placebo, dando la ilusión de progreso sin verdaderos avances en la formación. Los datos globales también sugieren que la tecnología favorece a quienes ya poseen una base sólida, incrementando la brecha entre estudiantes. La UNESCO ha alertado sobre la necesidad de políticas educativas que integren la tecnología como complemento, no como sustituto, de la enseñanza tradicional.
Desde un punto de vista epistemológico, autores como José Ortega y Gasset advierten que «la educación es el arte de hacer personas». Es decir, el objetivo va más allá de acumular información; es formar sujetos críticos, autónomos y responsables. La excesiva dependencia tecnológica puede fomentar la pasividad y la pérdida de habilidades cognitivas fundamentales. En este sentido, promover el uso mesurado y consciente de las herramientas digitales resulta indispensable para preservar la esencia humanista de la educación.
Este debate no debe entenderse como una oposición entre tradición y modernidad. Al contrario, es una oportunidad para repensar la educación en clave ética y práctica, adaptándola a los tiempos pero sin perder sus fundamentos. En las universidades guatemaltecas y latinoamericanas, así como en las políticas públicas, urge un diálogo informado y plural que considere los hallazgos recientes, las voces de docentes y estudiantes, y los aportes de la filosofía política y la pedagogía crítica.
Como docente, invito a reflexionar sobre cómo queremos educar a las futuras generaciones. La tecnología es un recurso valioso, pero no es un fin en sí misma. La calidad educativa se construye con paciencia, rigor y valores sólidos. Más que rendirnos a la fascinación por las pantallas, debemos cultivar la sabiduría para usarlas con discernimiento.
Que este debate continúe y se profundice. Que no quede en titulares ni cifras, sino que incida en las prácticas diarias, en las decisiones políticas y en la formación ética de estudiantes y docentes. La educación, como bien público y pilar de la democracia, merece este cuidado. Al final, está en juego no solo el rendimiento académico sino el futuro mismo de nuestras sociedades.