Opinión
Lo políticamente correcto e incorrecto – Por: Camilo Bello Wilches
Desde un punto de vista ético, el filósofo Alasdair MacIntyre nos recuerda que las palabras no son neutrales; están cargadas de valores que moldean las narrativas culturales.

En los últimos días, escuché en un conocido programa de radio en Guatemala a una locutora recurrir de manera constante al término «políticamente incorrecto» para justificar opiniones potencialmente controversiales. La reiteración de esta expresión me llevó a reflexionar sobre su significado y las implicaciones que tiene en nuestras discusiones, tanto en el ámbito privado como público. ¿Qué entendemos por políticamente correcto o incorrecto? ¿Es esta frase un eufemismo que busca amortiguar el impacto de ciertas opiniones o, por el contrario, una herramienta para validar la libertad de expresión sin temor al rechazo?
El concepto de lo políticamente correcto no es nuevo. Nació en círculos académicos durante el siglo XX para describir expresiones y comportamientos que respetaran la diversidad cultural, social y política, y que evitaran ofender a grupos históricamente marginados. Sin embargo, con el tiempo, este término ha adquirido connotaciones negativas, siendo asociado con censura o hipocresía social. Paralelamente, el uso de «políticamente incorrecto» ha emergido como un contrapeso, reivindicado como una afirmación de autenticidad y rechazo a lo que algunos perciben como imposiciones ideológicas.
En la radio que menciono, la locutora empleó «políticamente incorrecto» al criticar ciertas políticas públicas impulsadas bajo el gobierno del presidente Bernardo Arévalo. Al hacerlo, pareció buscar una doble estrategia: por un lado, suavizar el impacto de sus palabras y, por el otro, reafirmar su postura sin temor a ser censurada. Este uso frecuente de la expresión me lleva a pensar en el filósofo Jürgen Habermas, quien enfatiza la importancia del discurso público en una democracia deliberativa. Habermas argumenta que, para que exista un verdadero diálogo democrático, es esencial que las partes se comuniquen desde un plano de racionalidad y respeto mutuo. Sin embargo, el etiquetado de ideas como «políticamente incorrectas» puede desviar el foco del contenido y enmarcar el debate en términos emocionales o identitarios.
Desde un punto de vista ético, el filósofo Alasdair MacIntyre nos recuerda que las palabras no son neutrales; están cargadas de valores que moldean las narrativas culturales. Cuando alguien dice algo «políticamente incorrecto», no solo está haciendo un acto de habla, sino también justificando su posición ante posibles juicios sociales. En este sentido, la expresión puede actuar como un escudo que permite transmitir una idea sin enfrentar directamente las consecuencias de su contenido. Pero, ¿es esta estrategia ética?
Podríamos también recurrir a George Orwell, quien, en su ensayo La política y el idioma inglés, advierte sobre el poder del lenguaje para enmascarar verdades y manipular audiencias. Frases como «políticamente incorrecto» pueden actuar como herramientas retóricas que desvían la atención de los argumentos mismos, condicionando al interlocutor a centrarse en la intención del hablante más que en la validez de sus ideas. Esto no solo afecta la calidad del debate, sino que reduce la capacidad de las sociedades de enfrentarse a problemáticas complejas de manera razonada y constructiva.
En el caso concreto de Guatemala, el uso reiterado de esta expresión en el contexto de discusiones sobre políticas públicas o económicas podría ser interpretado como un intento de legitimar opiniones críticas hacia el gobierno de turno. Sin embargo, esto plantea preguntas importantes: ¿estamos debilitando el contenido del debate al etiquetar nuestras palabras? ¿Estamos justificando el impacto de nuestras ideas o evadiendo la responsabilidad que conlleva expresarlas?
El uso de lo «políticamente incorrecto» como preámbulo o justificación de una opinión tiene profundas implicaciones filosóficas y éticas. Aunque puede servir como una herramienta para promover la libertad de expresión, también puede diluir la responsabilidad discursiva y desviar la atención del contenido hacia el contexto emocional o ideológico del hablante. En sociedades democráticas como la nuestra, es fundamental que los debates públicos privilegien el contenido racional y constructivo sobre etiquetas retóricas. Solo entonces podremos aspirar a un diálogo que, lejos de polarizar, fomente el entendimiento y el avance colectivo en las ideas que definen nuestro presente.