Opinión
¿Manejar la cultura es manejar la política? – Por: Camilo Bello Wilches
El antropólogo Clifford Geertz describió la cultura como un sistema de símbolos compartidos que guía las interacciones humanas…
El pasado sábado 30 de noviembre, en la Fundación Konrad-Adenauer, tuve la oportunidad de reflexionar sobre una cuestión esencial para comprender las dinámicas de poder en nuestras sociedades: ¿Manejar la cultura es manejar la política? Esta pregunta, aunque parezca abstracta, encierra el núcleo de cómo se conforman nuestras sociedades y cómo se toman las decisiones que las guían. La cultura, ese conjunto de significados, valores y creencias que compartimos, no es simplemente un reflejo de nuestra vida social, sino el eje que estructura las percepciones y las acciones de los individuos. En este sentido, la cultura no es un espectador pasivo, sino un actor fundamental en la construcción de las narrativas que, de manera inevitable, se convierten en políticas.
El antropólogo Clifford Geertz describió la cultura como un sistema de símbolos compartidos que guía las interacciones humanas. Este enfoque nos recuerda que no podemos desvincular el lenguaje, las costumbres o el arte de las decisiones que tomamos como sociedades. Es en estos símbolos donde radica el poder para moldear no solo nuestra identidad colectiva, sino también nuestra idea de lo que es deseable y posible. El lenguaje, por ejemplo, no solo es un medio de comunicación, sino la herramienta a través de la cual se transmite y transforma la cosmovisión de las comunidades, consolidando valores que, en última instancia, se traducen en acciones políticas.
Por otro lado, la política, entendida como la organización de estructuras sociales y la toma de decisiones colectivas, está intrínsecamente ligada al poder. Aristóteles definió la política como la actividad orientada al bien común, basada en la deliberación y el consenso. Sin embargo, en la práctica, este ideal solo se realiza plenamente cuando las decisiones políticas reconocen y trabajan con las estructuras culturales en las que operan. Esto lleva a la inevitable conclusión de que la política no puede desligarse de la cultura. Los valores, las creencias y las tradiciones que conforman una sociedad son, al mismo tiempo, su base y su límite.
El concepto de hegemonía cultural desarrollado por Antonio Gramsci es clave para entender esta relación. Según Gramsci, el poder no se sostiene únicamente a través de la fuerza, sino también mediante el consenso que se obtiene al controlar instituciones fundamentales como la educación, los medios de comunicación y la religión. Quien logra articular una narrativa cultural dominante tiene una ventaja estratégica en el ámbito político. Este control no implica una imposición directa, sino la construcción de un marco de referencia que se presenta como universal y natural, dejando poco espacio para la disidencia. Michel Foucault complementa esta perspectiva al señalar que el poder no solo reprime, sino que produce saber y verdad. Las instituciones culturales no solo reflejan la sociedad, sino que también la moldean, creando sujetos políticos alineados con determinados paradigmas de poder.
La historia nos ofrece múltiples ejemplos de cómo esta interdependencia se manifiesta. Durante la Revolución Francesa, el arte y la literatura fueron utilizados para consolidar los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, transformando no solo las estructuras políticas, sino también las culturales. En el caso del régimen nazi, el control de la cultura a través del cine, la música y el arte permitió imponer una ideología destructiva con consecuencias globales. Más recientemente, las plataformas digitales han reconfigurado este terreno, democratizando la creación de narrativas culturales, pero también abriendo la puerta a fenómenos como las noticias falsas, que afectan directamente los procesos políticos al manipular la percepción de los ciudadanos.
En este contexto, resulta evidente que manejar la política sin manejar la cultura es imposible. Los valores culturales son el campo donde se libran las batallas políticas más significativas, y entender esta relación es fundamental para construir una sociedad más libre y consciente. Esto no implica un control autoritario de las narrativas culturales, sino un reconocimiento de su importancia y una defensa activa de aquellos valores que promueven la libertad, la igualdad de oportunidades y el respeto por las diferencias.
Quien aspire a liderar en el complejo escenario contemporáneo debe comprender que la cultura no es un accesorio de la política, sino su fundamento. En una época donde los valores están en constante disputa, la capacidad de articular una narrativa cultural coherente con los ideales de libertad y progreso se convierte en el desafío más grande de cualquier proyecto político. No se trata solo de observar, sino de participar activamente en la construcción de un futuro donde la cultura y la política trabajen juntas para garantizar un bienestar auténtico, que no sea impuesto desde arriba, sino construido desde el consenso y la diversidad.